Imaginen que la escritura se inventó en Foobar, un país que hasta entonces había generado cultura, poesía, filosofía y ciencia, exclusivamente por medio de tradición oral. A los educadores de este país imaginario se les ocurre que esta nueva tecnología de lápiz, papel e impresos, puede tener un efecto muy beneficioso en las escuelas de Foobar. Los más radicales proponen que hay que dotar de lápiz, papel y libros a todos los profesores y niños del país. Sugieren también suspender las clases por seis meses para que todos aprendan el nuevo arte de leer y escribir. Otros, más cautelosos, proponen que primero se enseñe «escritura a lápiz» a una pequeña parte de la población y observar en pequeña escala qué sucede, antes de implementar la innovación a los demás. Los políticos de Foobar anuncian con fanfarrias un plan cauteloso pero radical: en cuatro años, un lápiz y un cuaderno estará en cada clase del país, de manera que todos los niños —ricos y pobres— tendrán acceso a la escritura. A la par, psicólogos educativos y otros académicos empiezan a medir el impacto de los lápices en el aprendizaje, concluyendo —no sorprende—que los lápices no contribuyen a un mejor aprendizaje.